“La historia de Rapunzel comienza con una mujer y su marido.
Desde hacía tiempo deseaban tener una hija y por fin la mujer abrigó la esperanza de que Dios les haría realidad este anhelo.
La pareja vivía en una casa con una pequeña ventana en la parte trasera, daba a un espléndido jardín, lleno de las más bellas flores y plantas; pero estaba rodeado de un alto muro y nadie osaba entrar a él porque pertenecía a una bruja de gran poder que era temida en toda la comarca.
Cierto día que la mujer se encontraba junto a la ventana mirando hacia el jardín se fijó en ciertos vegetales y sintió el inmenso antojo de comer algunos. El antojo crecía día a día y, como sabía que no podía conseguir ni uno sólo, se demacró totalmente adquiriendo un aspecto pálido y descarnado. Entonces, su marido se asustó y le preguntó:
-¿Qué sucede, esposa mía?
La esposa le habló sobre su creciente deseo y el marido sintió que debería hacer algo…”
Así comienza este cuento con una muralla que separa a las dos figuras femeninas: “la esposa” y “la bruja”. La primera, con su devoto esposo y la segunda, con su jardín maravilloso.
En el medio, el “muro” que separa, divide y provoca una gran sombra: la esposa es estéril y no puede florecer, y la bruja está aislada con sus abundantes recursos.
Podríamos pensar que este comienzo nos relata el sufrimiento que trae la disociación de lo femenino.
Imaginamos que a la esposa le gustaría ser fructífera como las plantas de la bruja vistas a través de su pequeña ventana y que a la bruja le gustaría transmitir sus habilidades y conocimientos a la próxima generación, aunque no puede…
El marido intenta lograr una conexión entre el anhelo de su esposa y la abundancia de la bruja. Pero su invasivo intento de sustraer parte de los frutos de la bruja constela su rapacidad, que arrebata a la niña por nacer.